José Martí y el Muro de Berlín.

 

Le parecerá bien curioso al lector el título de este artículo. ¿Qué pudieran tener en común, el Apóstol de la Independencia cubana, con un hecho histórico acontecido al otro lado del inmenso Atlántico? ¿Qué conexión puede establecerse entre un personaje del siglo XIX, cuando la máquina de vapor parecía irremplazable, con otro acontecimiento relacionado con los albores de la globalización posmoderna? En efecto, no se trata de una aberrante comparación o título funesto para comenzar una dramaturgia melodramática, sino más bien lo contrario. Se trata de entender la vigencia del pensamiento martiano y su impacto en los aconteceres posteriores a la caída del más emblemático e infame de los muros.

Recuerdo exactamente el episodio que dio lugar al fin del comunismo como sistema político en la parte oriental del continente europeo. Fue una mañana aparentemente como otra cualquiera, cuando todos se volcaron hacia el televisor Caribe, quien aun en pleno final de los ochenta, no entendía de otros colores, además del blanco y el negro. Para un niño de 7 años que se disponía ir de mala gana a la escuela, el hecho de que lo hayan dejado a medio vestir, para mirar las noticias de impacto en el antiguo noticiero “Revista de la Mañana”, era como una suerte de buen augurio, pues quizás con el alboroto ese día no asistiría a la escuela. No recuerdo si finalmente sus sueños infantiles se hicieron realidad, lo que sí recordaré es cómo la miseria de los ochenta, años después, fue percibida como el mejor periodo de abundancia para la Isla de Cuba en su historia. Conoceríamos lo que sería después el llamado Periodo Especial en tiempo de Paz, una suerte de agudización de las peores carencias, que hizo sumir a la mayoría del pueblo de Cuba en la más espantosa pobreza.

Pero de esto tendremos tiempo para hablar. Del Muro y su caída nos ocuparemos ahora. La esperanza había sido establecida en los rostros de aquellos bravos alemanes que ante la humillación de ver a su Patria dividida entre un mundo que apuntaba al futuro y otro que solo reverdecía en la comparación con el pasado. Entre una alternativa de desarrollo social  y económico, y un sistema burocrático y corrupto hasta los tuétanos. El Muro de Berlín simbolizaba eso el roce constante entre la democracia y el comunismo. Al caerse hacia el lado oriental, entonces parecía que el odioso comunismo había caído también con él.

Ahora a solo 26 años del histórico suceso nos damos cuenta que el comunismo, o sea el vencido enemigo, no quedó enterrado entre los escombros del Muro, sino que se las agenció para salir acaso herido, pero definitivamente vivo. Parafraseando al recientemente fallecido Eduardo Galeano, el día que cayó el Muro, no asistimos al entierro del comunismo. No podía ser enterrado, porque ni siquiera había nacido aun. Se mantendría apagado por unos años, se robustecería, se escondería detrás de las banderas de la democracia social, la izquierda, el humanismo, el progresismo, el centrismo democrático, e incluso de la derecha liberal. Se sumergió en el mundo de las artes y las letras, convenció a los intelectuales que ser de izquierda era simplemente una posición de entendimiento con los más desposeídos. Ancló en Hollywood e hizo de la meca del cine comercial un rediseño el cual atacar los valores nacionales era simplemente “cool”. El comunismo se apoderó de la cultura, se hizo lo posible, solo faltaba que su líder universal presagiara que con el devenir de solo unos años, daría finalmente la cara. Apenas unos nueve años después de la Caída del Muro, Fidel Castro declaraba desde la Universidad Central de Venezuela, “que una Revolución solo puede ser hija de la cultura y las ideas.” El viejo zorro había anticipado lo que en solo unos meses sucedería en la tierra de El Libertador, el advenimiento del Hugo Chávez, con un programa democrático nacionalista, devenido luego en socialista.

Desde allí, la historia se completó con el establecimiento de esta ideología como la que mueve las masas. Pero ¿Por qué no cayó junto con el Muro? He aquí la pregunta en la cual entra el ideario del Apóstol. Mucho antes de que el comunismo fuese considerado una alternativa política seria, Martí criticó acertadamente la obra del sociólogo británico Herbert Spencer “La Moderno Esclavitud”. En ella, el más universal de los nuestros destaca la precisión con la cual Spencer deja al descubierto la futilidad del modelo socialista, patrón y guía del comunismo futurístico. Martí deja claro al decir que  “so pretexto de socorrer a los pobres –dice Spencer– sácanse tantos tributos, que se convierte en pobres a los que no lo son”. O sea, el estado, desde su óptica de dueño absoluto del poder, las finanzas y la economía, impondría cargas tales que hundiría en la miseria a todos los estamentos de la nación.

Más adelante, en franca alusión de cómo quedaría el ciudadano promedio ante el inmenso poder del gobierno, Martí hace la siguiente evocación “de ser esclavo de los capitalistas, como se llama ahora, iría a ser esclavo de los funcionarios”. En otras palabras, el pueblo quedaría a merced de una cuadrilla de burócratas que amparados en las prebendas de una ideología de sumisión, impondrían sus condiciones a la clase de trabajadores, que ya no venderían su fuerza de trabajo para obtener el sustento, sino que tendrían que trabajar para hacer producir un aparato parasitario que racionalmente, según su propio juicio de la racionalidad, distribuiría las riquezas.

Pero al final de su estudio, el Apóstol magistralmente desarticula el proyecto anti socialista de Spencer. “No señala con igual energía, al echar en cara a los páuperos su abandono e ignominia, los modos naturales de equilibrar la riqueza pública dividida con tal inhumanidad en Inglaterra, que ha de mantener naturalmente en ira, desconsuelo y desesperación a seres humanos que se roen los puños de hambre en las mismas calles por donde pasean hoscos y erguidos otros seres humanos que con las rentas de un año de sus propiedades pueden cubrir a toda Inglaterra de guineas.” En otras palabras ¿Qué hacemos con los pobres? ¿Qué opciones hay para los que en Occidente y la América Latina mendigan el pan de día a día, mientras que por las lujosas avenidas circulan Mercedez, Lexus, Ferrari, Cadillac y más. ¿Dónde dejamos a los que miran con desdén en las páginas de Como o Vanidades las bodas principescas, los divorcios de las celebridades, los campeonatos de golf y los acuerdos millonarios?

Los pobres creados en el socialismo no son más que carentes de medios para subsistir. Su pobreza es tan seria que apenas pueden observar que pasa en la otra acera, pues puede que encuentren un panorama aún más desolador. En cambio la pobreza en el mundo democrático es enfermiza porque Occidente genera suficientes riquezas y además de la carencia de las mismas se sufre la exclusión y la marginalidad social. Mientras estos agentes estén confabulados, el ogro del comunismo seguirá rugiendo para constancia de la perdición humana.

El Muro se vino abajo, junto con él una pesadilla. Se abrió una esperanza, pero sujeta a pasos que no se dieron luego. Ahora el muro se levanta otra vez, con más fuerza, con mayor precisión. El Muro no cayó para enterrar al difunto, el difunto nunca estuvo muerto. Galeano lo dijo y no le creyeron. Nunca murió porque nunca estuvo vivo. Ahora está naciendo, en verdad está naciendo. La pesadilla se asoma, ante la mirada de los cómplices, ante la indiferencia de los tontos y ante la insensatez de los que quieren luchar y no saben.

 

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