En Japón, las corridas de toros se hacen sin torero

Uruma (Japón) (AFP) – Los dos toros se miran con el ojo inyectado en sangre, olfatean ruidosamente y se lanzan el uno contra el otro con gran violencia: en Japón la tauromaquia no necesita matador, y el espectáculo está garantizado.

Empapados de sudor, frente con frente, con los cuernos enredados y la lengua fuera, los animales de más de una tonelada se empujan, se desvían bruscamente.

Los domadores corren a su alrededor, descalzos, con trajes coloridos y cintas en la cabeza. Les dan fuertes palmadas en el lomo a los astados y les gritan para azuzarlos.

Mientras la corrida suscita cada vez más críticas entre los defensores de los animales en Europa, estos combates sin efusión de sangre siguen atrayendo a familias enteras en la isla de Okinawa, en el sur de Japón.

El éxito es tal que los toros más competitivos reciben el nombre de “yokozuna”, como los mejores luchadores de sumo.

“En España, la lucha acaba con la muerte del toro a manos del torero”, recuerda un historiador de la tauromaquia, Kuniharu Miyagi.

“Aquí, si uno de los toros se asusta y pierde el coraje, el espectáculo se interrumpe y los animales pueden volver a casa”, explica a la AFP durante un combate organizado en la ciudad de Uruma, en Okinawa.

“No creemos que los combates de toros sean crueles en Okinawa“, afirma Miyagi, que asegura que se necesitan cinco años para formar a un animal.
El toro entrenado peleará durante al menos cinco o seis años antes de disfrutar de un retiro apacible.

“Las vacas que nos dan jugosos filetes son abatidas cuando tienen unos dos años de edad. Los toros de combate viven mucho más tiempo y en el lujo. Sus propietarios quieren que ganen, así que los miman, con una alimentación rica y un entorno agradable en el que pueden retozar”, añade.

– Daños psicológicos –

El espectáculo ya existía 800 años atrás en el archipiélago japonés y servía para distraer al emperador Gotoba, exiliado en las islas Oki (oeste), donde se sigue practicando esa disciplina al igual que en las regiones de Iwate (noreste) y Niigata (norte).

Existen variantes de esos combates en lugares como Corea del Sur, Turquía, los Balcanes, el Golfo Pérsico y Sudamérica.

Esa tradición, denominada “ushi orase” en el dialecto de Okinawa, está muy enraizada en la cultura japonesa. Antes de la lucha, se esparcen alcohol y sal en la arena para purificarla y ahuyentar a los malos espíritus.

Los gigantes de pelo pardo o negro braman furiosamente antes de la batalla. A veces necesitan más de media hora para ganar el combate accorralando a su contrincante contra la barrera o haciéndolo huir. Los “seko”, esos domadores que saltan agilmente para evitar la cornada, no dejan de dedicarles palabras de ánimo a sus animales.

“Son parte de la familia“, dice Yuji Tamanaha, domador de tercera generación.

“Son bonitos, ¿no le parece?”, pregunta. “A fuerza de alimentarlos a mano se crea un vínculo de afecto con ellos. El nuestro es muy amistoso, le gusta lamer a nuestros visitantes”.
Bonitos o no, en el ruedo entran en un mundo salvaje y algunos no se reponen nunca de una derrota. Durante el combate, una única mirada de su adversario de 1.100 kilos basta para que un ‘yokozuna’ denominado “Samurai” huya despavorido e intente saltar por encima de la barrera.

“Pueden sufrir daños psicológicos“, asegura Moriaki Iha, mientras acaricia a su toro.

“También hay que cuidar su salud mental, como si fueran atletas humanos, y darles pruebas de amor desde su infancia. El mío es bastante tímido, pero no tiene miedo de nada”, asegura, orgulloso.

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