Hace dos días la audiencia judicial en contra del líder opositor venezolano Leopoldo López tuvo su formalmente punto final. La sentencia leída por la jueza Susana Virginia Barreiros Rodríguez simplemente lo encontró culpable. En un tono más jurídico pudiéramos afirmar que el tribunal tras evaluar y analizar la evidencia aportada por la fiscalía y ante la ausencia de elementos probatorios que destruyeran el ataque del órgano de persecución pública, aceptó la tesis de que la presunción de inocencia quedó destrozada y el reo es apto para aceptar los cargos y por supuesto la pena impuesta. Los delitos que fueron probados ante el órgano jurisdiccional fueron instigación pública, asociación para delinquir, así como una supuesta determinación en los daños ocasionados por la oposición en la protesta del 2014. Precisamente tras todo aquello, López decidió entregarse a las autoridades de su país, en un intento por llamar a las masas a una sedición civil que ponga al menos a negociar al gobierno de Maduro y sus orangutanes. Como todos sabemos aquel intento democrático que tuvo a los estudiantes como motores impulsores y a López como su figura insignia, tristemente no pudo obtener el triunfo, sino que incluso, colaboró para que el régimen adquiriera más fuerza. De todo aquel noble empeño solo nos quedaba el juicio contra Leopoldo, con la esperanza de que al menos ya alejada la amenaza de una sedición nacional, se declarara su inocencia. De igual manera, distintas voces internacionales se pronunciaron en contra del proceso, señalando sus diversos errores procedimentales y que demostraban que la separación de poderes en Venezuela es una falacia, como todo lo que el gobierno de Maduro y sus secuaces han creado. Sin embargo, el caso de Leopoldo no era tan fácil como para hacerse el ingenuo y esperar otra cosa diferente a una sentencia condenatoria. En primer lugar la dilatación del proceso. Han transcurrido un año y casi siete meses de que el líder opositor haya sido puesto bajo custodia preventiva, sin derechos a recibir fianzas e incluso, sin la posibilidad de ser visitado por políticos foráneos. Después de todo eso, no creo que el gobierno iba a decir, “Lo siento, nos equivocamos con Leopoldo, ahí le va una indemnización”. Solo esto sería posible en la mente del famoso Cándido de Voltaire. Por otro lado, tenemos la selección del tribunal, la jueza Barreiros, de solo 34 años, pertenece a esa nueva oleada de profesionales formados durante el llamado proceso de la Revolución Bolivariana. De hecho, de acuerdo a un reporte de CNN en Español de septiembre 11, Barreiros está ocupando provisionalmente la bacante de su colega la jueza María de Lourdes Afiuni, la misma que fue despojada arbitrariamente de su puesto, en 2010, por el fallecido Chávez y llevada a prisión donde sufrió toda clase de humillaciones y abusos. ¿Respondería esta jovencita, a la sazón con solo 29 años cuando fue nombrada, con poca experiencia en la profesión de administrar justicia a la Ley, o al sátrapa que la elevó más allá de donde esperaba estar? Obviamente, esta era su prueba de fuego y otra cosa además de condenar a Leopoldo y condenarse ella misma, para la posteridad, no podía hacer. De lo contrario podía terminar como su antecesora la Afiuni o quizás aún peor. En tercer lugar, considero que Leopoldo es más útil para sus captores, donde está, que libre. Para una dictadura que está en franca disposición de demostrar que no están jugando, cualquier piedra en el camino puede ser causa de desesperación. Si Leopoldo, a mi entender, cometió el terrible error de enfrentarse en forma caballerosa a un grupo de forajidos desconocedores de la heráldica, ellos no se lo iban a dejar pasar. Quizás López no alcanzó a comprender que ese sacrificio es demasiado alto para los luchadores democráticos. Por esas cosas del destino, los líderes no socialistas no alcanzan vociferar con más fuerza que los de corte anti sistémico. Solo miremos el caso de Cuba. Paralelo al arresto de Nelson Mandela, en Cuba sufría prisión el Comandante Mario Chanes de Armas, acusado de traición y condenado a prisión perpetua, por aquellos tribunales del horror revolucionario. Cuando todos se movilizaban por la libertad del líder sudafricano, la mayoría olvidó a Chanes de Armas, quien cumplió una condena de 32 años. Mandela, salió libre para convertirse en Presidente. Chanes de Armas, por su parte, salió para marchar al exilio y morir poco tiempo después. Otro caso fue el de Michael Brown como motor impulsor de protestas masivas en EE UU. Su muerte se debió a un altercado con un policía, justo minutos después de que Brown robara una cajetilla de cigarros en una tienda. Brown no era ni siquiera un líder local, probablemente, donde quiera que esté, debe estar aún sorprendido por las consecuencias de su muerte. En cambio, Osvaldo Payá Sardinas, fue asesinado y nadie ha protestado, nadie ha quemado un Wal-Mart, nadie ni siquiera ha usado su nombre para encabezar una marcha. Su crimen quedó en la total y despampanante impunidad. Por eso pienso, que aun cuando López, pueda hacer despertar la conciencia de muchos, a la larga, esta juventud latinoamericana, adormecida con los poemas de Benedetti o los cuentos de Cortázar: fácilmente guiada tras los hits de Calle Trece y Arjona o el glamour de Ricky Martin. La misma que sigue con fiereza los goles de Messi y los jonrones de Miguel Cabrera y de todos estos personajes que no ocultan su desfachatez para aplaudir a los sátrapas de Venezuela y Cuba, pronto terminará de sellar su destino como el de la jueza Barreiros, siendo particípe de un bochornoso acto, propio de una novela de fantasía, que hace una emulación impropia con la realidad. El juicio de López, no fue sino algo muy parecido, a como diría Gabo, la Crónica de una