El maltrato a menores migrantes y los crímenes de lesa humanidad

David Torres

Tras las difusión hace unos días del video en el que se revelan los momentos de agonía que padeció en total desamparo el adolescente guatemalteco Carlos Gregorio Hernández Vásquez en un centro de detención de la Patrulla Fronteriza en Texas, en mayo pasado, ha quedado mucho más claro el significado de crueldad de la política migratoria de la presente administración de Estados Unidos. Especialmente en contra de los menores de edad.

No era un secreto que el comportamiento de autoridades al interior de los centros de detención de migrantes de cualquier edad era de negligencia, descuido, displicencia, crueldad y violencia, como una serie de investigaciones, periodísticas y de organismos de defensa de los derechos humanos, dio a conocer en su momento.

Aún queda fresca en la memoria la serie de anomalías detectadas por la Oficina del Inspector General, del propio Departamento de Seguridad Nacional (DHS), entre las que destacó “el hacinamiento peligroso” y “las detenciones prolongadas”, a las que se sumaron las revelaciones en cartas de los propios menores migrantes detenidos, en las que denunciaban que no se les permitía bañar con regularidad, su alimentación era pésima y en muchos casos caduca, no se les otorgaban utensilios básicos de limpieza, como cepillo y pasta dental, o incluso jabón para ducharse.

Todo ello, ademؘás de las vejaciones de las que algunos menores se quejaron y reportaron en su momento, como maltrato físico y sexual, sin olvidar el tiempo excesivo que las autoridades migratorias les obligaron a pasar literalmente enjaulados, violando el Acuerdo Flores, y en lo que ellos mismos llamaban “las hieleras”, cuyas bajas temperaturas seguramente eran insoportables, mismas que habrían causado brotes de enfermedades prevenibles, como la gripe, que se habrían complicado debido a la poca, nula o desinteresada atención médica.

Y todo ello, como consecuencia de la política de separación de familias que llegaban a solicitar asilo en la frontera, que mantuvo a padres y madres separados de sus hijos durante una eternidad, sin saber de su paradero, en un país que no conocían, pero en el que habían cifrado sus esperanzas de ser protegidos tras dejar sus naciones de origen plagadas de violencia y pobreza.

El impacto, por cierto, habría sido aun más devastador si el gobierno hubiese llevado a cabo su plan de separar a mؘás de 26,000 familias, como se dio a conocer recientemente, acción que formaba parte también de su política de “tolerancia cero”, esa burda y cruel estrategia para disuadir a otros migrantes pobres en el futuro de venir ilegalmente a este país en busca de una oportunidad de vida.

De hecho, la anómala política de hacer esperar en México, no en territorio estadounidense, a más de 55,000 solicitantes de asilo, expuestos a otro tipo de peligros por la presencia de la delincuencia organizada, también es parte de la esencia antiinmigrante y xenófoba que emana de los actuales ocupantes de la Casa Blanca, entre los que destacan el asesor presidencial Stephen Miller y el propio mandatario de Estados Unidos.

Esas separaciones prolongadas también significaron una especie de tortura sicológica, tanto para padres de familia como para los niños y adolescentes, misma que especialistas en salud mental evaluaron incluso como más dañina a largo plazo que todas las anteriores, en esta generación de migrantes que pensaron que Estados Unidos aún representaba una posibilidad de supervivencia.

Fue un doble golpe sicológico que será difícil superar, sobre todo para quienes ya fueron deportados, pero especialmente para los familiares de esos siete menores migrantes que han muerto en custodia de autoridades federales estadounidenses.

Porque el significado de la vida y los planes a corto y largo plazos ya no serán los mismos para los padres de Mariee Juárez, Jakelin Caal, Felipe Gómez Alonso, Darlyn Cristabel Córdova Valle, Juan de León Gutiérrez, Wilmer Josué Ramírez Vásquez y Carlos Gregorio Hernández, pues ellos representaban, en muchos sentidos, la semilla de su propia esperanza, como familias, como padres, como seres humanos que, como millones a lo largo de la historia de la humanidad, han hecho exactamente lo mismo para superar los obstáculos que les han impedido superar la ignominia de la precariedad a  generaciones y generaciones de desposeídos del planeta, esos “eternos condenados de la Tierra”.

Este cuadro de terror descrito, grosso modo, en los párrafos anteriores empieza a colocarse en la galería de los crímenes de lesa humanidad, sin que hasta el momento sus propios perpetradores se hayan dado cuenta al cien por ciento de su daño, quizá por falta de conocimiento o por exceso de cinismo.

Porque el Estatuto de la Corte Penal Internacional lo tiene perfectamente definido, al decir que por crimen de lesa humanidad “se entienden diferentes tipos de actos inhumanos graves cuando reúnan dos requisitos: la comisión como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque”.

Si a ello se agrega que si los actos inhumanos se cometen de forma sistemática, “quiere decir que lo son aquellos cometidos como parte de un plan o política preconcebidos, excluyéndose los actos cometidos al azar. Dicho plan o política pueden estar dirigidos por gobiernos o por cualquier organización o grupo”.

Se destacan, por otro lado, los actos inhumanos prohibidos por dicho Estatuto: “Deportación o traslado forzoso de población: desplazamiento de las personas afectadas por expulsión y otros actos coactivos de la zona en que estén legítimamente presentes, sin motivos autorizados por el derecho internacional; Encarcelamiento u otra privación grave de la libertad física en violación de normas fundamentales del derecho internacional; Otros actos inhumanos de carácter similar que causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física”.

Cada presidente, en fin, se define por el trato que da al tema migratorio y, por ende, a los inmigrantes. El de Trump, por supuesto, se definirá en los libros de historia por su crueldad, no por su apego a la legalidad o a la seguridad fronteriza que tanto pregona, sobre todo en tiempos electorales para medir su grado de influencia entre un segmento importante de la población estadounidense.

Mientras tanto, vale la pena no olvidar lo que ha ocurrido con esos siete pequeños migrantes centroamericanos fallecidos en custodia federal, pues sin lugar a dudas nosotros también hemos muerto un poco en cada uno de ellos.

 

 

David Torres

David Torres